viernes, 26 de agosto de 2011

El lúgubre olor de cera quemada, acompañaba al sonido de las campanas.

No eran más de las cinco de la tarde, y la procesión pasaba por delante de la ventana abierta.

Se levanto de la silla, y dejo caer, al suelo lleno de ceniza, el pañuelo, al tiempo que se acercaba al alfeizar nacarado.

Podía oír los pasos, que arrancaban compases tediosos sobre el silencio de la calle.

El polvo de la sala chisporroteaba en el aire transformándose en miles de diminutas estrellas entre los rayos de luz , mientras que una leve corriente de aire mecía las telarañas que colgaban de la lámpara.

Debajo de la piel del dorso de sus huesudas manos sembradas de manchas marrones, se tejía una maraña de venas entrelazadas que dispersaban la entereza de la poca vida que le quedaba.

Dio tres pasos; solo tres hasta poder ver los sombreros negros que flanqueaban la comitiva, acercándose al umbral de su puerta entreabierta, y al chirriar de los goznes le recorrió la espalda un escalofrío al tiempo que se erizaba el vello de su nuca.

Retrocedió hasta el sillón, y al apoyar torpemente su mano en el respaldo, fijó sus ojos en la entrada.

El miedo la bloqueaba y no fue consciente de su angustia hasta que los peldaños de la escalera de madera dejaron de crujir.

Se tapo la boca para ahogar un grito, al oír como la puerta se abría lentamente, dejando ver tras de sí el primer macabro rostro.